domingo, 23 de agosto de 2009

KOYSTONAGU


Andaba el hombre afanado, todavía, en sus tareas diarias...La jornada había sido dura. Se había levantado a las siete, como todos los días. Había tomado un café, y fumado un cigarro, mientras consultaba algún libro técnico, nada de literatura, y como todos los días, encaminó su auto hacía la escuela de Arte, antes denominada de Artes y Oficios.

Recibió a sus alumnos, aprendices de Alfarero, y los atendió durante cinco largas horas. No era normal que se le hiciera tan pesado su trabajo de maestro, al que había dedicado sus últimos 25 años, pero tenía una obra importante entre manos en el pequeño taller de su casa, de la que no podía apartar sus pensamientos. Es por eso que las horas de clase se le habían hecho hoy especialmente duras.

Había acabado, por fin.

Se dirigió a su casa, comió y durmió una hora de siesta, como todos los días. Sabía que al taller debía bajar descansado, con la mente clara. El hombre era un maniático estableciendo las condiciones de su trabajo; le gustaba jugar en los mejores campos y, a ser posible, con ventaja: la luz, los materiales, el espacio y la mejor forma física y mental. De esta manera establecía la infraestructura básica para emprender su labor. Si todo lo exterior estaba en orden, si no tenía ningún motivo para apartarse del trabajo a corregir algo que no estaba adecuado, le resultaba mucho más fácil enfrascarse en sus discusiones con el material, barajar ideas, imágenes, aprisionarlas en la arcilla. Una vez dentro de esa especie de trance gozoso, doloroso, vital, las condiciones ya no le importaban tanto y proseguía durante horas hasta que se sentía realmente agotado, hasta que su vista empezaba a fallar y la habilidad que siempre le había acompañado lo abandonaba.

El hombre había pasado los cincuenta, tenía esposa e hijos mayores,
dos perras y algunos problemas de salud que le restaban capacidades. También tenía una gran voluntad, deseos de aprender y la ilusión de los veinte años.

...Andaba el hombre afanado en sus tareas diarias. Había formulado un nuevo esmalte para aplicar a la pieza que había modelado y debía probarlo en pequeñas placas de arcilla para comprobar que el vidriado era tal cómo él lo había concebido o si tendría que introducir alguna modificación en su fórmula. Estaba pesando los materiales con una gran precisión:

Nefelina Sienita, 62 Carbonato de Lítio 2,5
Carbonato Bárico 16 Dolomita 8
Pedernal 11,5 Zircopax 5

Las mismas cantidades en tres recipientes distintos, para realizar tres colores diferentes. Había añadido agua y se aprestaba a tamizar los materiales ya mezclados.

En ese momento, cuando cogía la brocheta de pelones recortados con la mano derecha, mientras en la izquierda sostenía el tamiz de 100 mallas, empezó a notar un gran dolor en el pecho acompañado de una gran opresión. No había nadie más en la casa y el hombre sintió mucho miedo, tanto, que empezó a sudar y a perder la visión. Además, un gran zumbido se estaba instalando, poco a poco en sus oídos, al mismo tiempo que oía unas voces entrecortadas, casi tapadas por el zumbido, algo así cómo si a un móvil se le fuera la cobertura. Estas voces, ininteligibles al principio, se fueron clarificando paulatinamente, al mismo tiempo que abandonaban su intermitencia, hasta el punto, que el hombre empezó a comprender lo que decían. Claras y potentes sonaban como si estuvieran en el propio taller.


- Madre, el muñeco se me ha roto. El hombre que me diste para jugar estaba muy estropeado y se le han quebrado las piernas. No me duran nada los juguetes que me traes. Quiero otro más nuevo.

- Sabes que –contestó una potente voz femenina- no debemos usar para jugar los hombres nuevos, porque han de quedarse al otro lado haciendo cosas; tienen que trabajar, engendrar, vivir. Si usáramos los hombres nuevos para jugar, muy pronto nos quedaríamos sin ellos.

- Pero yo quiero un hombre, al menos, un poquito más nuevo
- contestó la niña – porque cuando me voy haciendo a él, se me
parte y me da mucha pena. No me duran nada, ya ves, este último
sólo lo he tenido veinte años.



Esta discusión duraría mucho o poco. El hombre no estaba seguro, no tenía ya miedo y no pensaba en su dolor, atento como estaba a estas extrañas voces.

- Vamos a hacer una cosa –añadió la madre- Ahí abajo hay un
hombre que ya ha trabajado, que ya ha procreado, que ya ha
vivido. Podría seguir viviendo pero está algo cansado, no es tan
viejo como los otros juguetes que te he regalado y te podría durar
algo más antes de que se quiebre.

El hombre tardó un rato en cerciorarse de que se referían a él y cuando lo tuvo claro, comprendió también el resto de la conversación. De nuevo sintió miedo, mucho miedo y entendió que había llegado su hora.

- Lo examinaremos de cerca –dijo la madre- veamos que tal están
sus brazos y sus piernas que es lo primero que se rompe.

Aparecieron ante el hombre, ambas criaturas. La madre era grande, gorda, potente. Tan grande era que no cabía de pié en el taller. Había aparecido a cuatro patas y después de estar un rato en esta difícil postura, con inusitada agilidad, teniendo en cuenta su peso y tamaño, se sentó en el suelo. Sus enormes piernas ocupaban buena parte del suelo del taller. La niña estaba de pié y con la cabeza tocaba el techo. También era gorda y, al igual que la madre, proporcionada y de una extraña distinta belleza.

Estuvieron un buen rato, madre e hija, sin hablar observando al hombre que, extrañamente se había tranquilizado y miraba absorto las apariciones. Todavía sostenía en sus manos el cedazo de cien mallas y la brocha de pelos recortados.

En el extremo opuesto del taller, muy cerca de la puerta de entrada, sobre una plataforma de madera, se asentaba la última obra del ceramista, aún sin cocer. Había llovido mucho durante los últimos días y la atmósfera estaba preñada de humedad. El barro estaba tardando en secar. El último trabajo realizado por el hombre era un extraño animal de sólo dos patas, más bien una pata y una mano y de cabeza algo diluida; su cuerpo era prácticamente una espina dorsal. Toda su estructura era esencialmente un gesto.

El horno grande estaba funcionando. Sonaba un potente zumbido. De cuando en cuando se apagaba una lucecita roja y dejaba de sonar. Sobre la mesa de trabajo, un antiguo banco de carpintero reconvertido en mesa de cerámica mediante un tablero recubierto de moqueta, había una balanza de precisión y, delante de ella, tres palanganas de plástico conteniendo material cerámico.

La mujer observaba atentamente todo el decorado. Miraba las estanterías repletas de cubos de diferentes colores, embases de plástico transparente y botes de cristal de diversos tamaños. Miró los dibujos, bocetos de próximas obras y algunos carteles de las últimas exposiciones animando con su colorido las paredes. Había algunas estanterías con libros de monográfico tema. Diversas piezas, ya terminadas, estaban distribuidas por la estancia, en el suelo, en caballetes de modelar...En un extremo, el torno de alfarero. Sobre otra mesa, algunos utensilios propios del oficio: palillos de modelar, cuchillos, rasquetas, medias cañas, medias lunas, raederas, espátulas, punchetas, vaciadores, rodillos y tarjetas visa electrón...Por fin abrió la boca y lentamente, muy lentamente y bajando mucho la voz, para no asustar al humano de pequeñas proporciones, comenzó a hablar:

- Hombre, soy Dolomea la diosa madre, esta es mi hija Acua, la diosa
niña. ¿ Quién eres? ¿ Qué haces ¿ Cómo es tu vida?

- Soy Luis, el ceramista. Trabajo con elementos de mucha trascendencia:
Agua, Tierra, Aire, Fuego y los transformo en objetos duros, hechos
para durar. Mi vida es, por lo general, agradable; tengo días mejores y otros peores, a pesar de ello, me gusta la vida, me gusta mucho la vida que llevo, sobre todo, el tiempo que paso en mi casa, en mi taller.

- Pero se te nota cansado-contestó la diosa- no pareces muy feliz. ¿No te
gustaría descansar, tener una vida plácida, nada que hacer, sólo dejar
pasar el tiempo sintiendo las caricias de una niña?

- Sólo me gustaría lo que me gusta, estar aquí, placidamente, oyendo
la lluvia golpear contra las losetas del patio, respirar esta atmósfera
húmeda y fresca, sentir las caricias del barro entre mis dedos.....

- Sería mucho mejor que vinieras voluntariamente, porque entonces
haríamos un trato. Con o sin trato no tengo más remedio que llevarte
conmigo, al otro lado. Mi hija, aquí presente, necesita un juguete
nuevo, te necesita.

Mientras tenía lugar este intercambio de palabras entre el hombre y la diosa, la niña, ajena a él, estaba acariciando el lomo del extraño y bípedo animal. De su boca salían suaves sonidos susurrantes, como arrullos de una madre a su bebé. Su cara estaba iluminada, como en éxtasis.... Paulatinamente, fue rompiendo su idilio con el animal y empezó a hablar y luego a gritar:

- ¡ Madre, quiero este juguete, quiero llevarme este lindo juguete al otro
lado !

- Ceramista –preguntó la diosa- ¿ Qué es este extraño animal?

- Es un Koystonagu -contestó Luis.

- ¿ Qué es un Koystonagu, ceramista?

- Koystonagu es el nombre que yo he dado a esta obra. Tengo distintos
bocetos de otros Koystonagus. Podría estar haciendo Koystonagus el
resto de mis días.

En la cabeza de Luis se estaba estructurando un plan; tendría que mentir, pero pensaba que aunque las diosas conocieran su mentira, les tendría en cuenta el trato que les iba a proponer.

- Al no parecerse esta pieza a nada de mi mundo conocido-prosiguió Luis- le di un nombre sin semejanza a ninguna de las palabras contenidas en mi diccionario. Si la forma creada no era parecida a ninguna conocida, pensé que sería de otro mundo y puestos a pensar pensamientos imposibles, de los muchos que se me ocurren, también pensé que podría servir de juguete a algún hijo de alguno de los grandes dioses que habitan al otro lado. Como comprenderás, no sabía de tu existencia ni de la de tu hija, no se si habrá más seres como tú por ahí, pero intuí que alguien semejante a ti podría decidir sobre el fin de mi vida y pensé también que mis Koystonagus podrían ser unas bonitas y valiosas ofrendas a estos dioses desconocidos. Quizás sorprendiéndoles, de cuando en cuando con una nueva obra, quizá teniendo siempre alguna en proceso, la curiosida por verla terminada les impidiera acabar con mi vida.

- He entendido tus razones que más bien pienso que son una propuesta-dijo Dolomea- es más, la acepto. Creo que el trato puede ser interesante y ventajoso para ambas partes. Considero que tu vida es útil todavía. Sigue con tu trabajo. Nos llevamos el Koystonagu, ya que tanto ha gustado a mi hija. A cambio te permito que sigas viviendo por un tiempo, lo que tarde en quebrarse la pieza, luego, vendremos a por ti. Empieza un nuevo juguete y procura que guste más a mi hija que tú mismo.

El ceramista Luis seguía de pié en el taller con el cedazo de 100 mallas y la brocha de pelones recortados entre las manos . No sentía dolor en el pecho ni angustia en el alma. – Creo que estoy perdiendo la cabeza- se dijo- y continuó con su trabajo.

Pasó el material por el tamiz y se disponía a limpiar la brocha bajo el grifo del rincón. Se volvió para dirigirse al fregadero y entonces... un escalofrío recorrió su espalda al observar la plataforma de madera completamente vacía. Sus ojos se quedaron fijos contemplando la ausencia, su mente vacía de pensamientos. Así pasó un buen rato..... Luego, su carácter positivo tiró de él. De nuevo empezó a mirar hacia delante. Pensó que el desaparecido animalote estaba aún sin cocer, su duración, por tanto, en manos de una niña tan grande, iba a ser corta.

El horno seguía persistente en su alternancia. La lluvia exterior hacía lo propio. Acabó de tamizar los materiales para el vidriado y, visto lo visto, pensó que las pruebas ya no corrían tanta prisa. Pasó las mezclas a tres envases de cristal, dos de mermelada y uno de tomate frito. Eran las siete de la tarde. Solía dejar el taller alrededor de las nueve, hora de sacar a las perras y la basura. Tenía por delante dos horas. Podría empezar un nuevo Koystonagu, el juguete preferido de los dioses niños, los hijos de los grandes dioses.